DESEAR EL ZEN 11





La lucha del Zen es sosegada, nada inquietante (al menos, con el paso del tiempo, lastrada por menos desgaste y descontrol personal). Recuerda el forcejeo bíblico entre Jacob y el ángel. Referencias escriturarias aparte, hecho innegable (para quienes se atreven a auscultarse con sinceridad) es que dentro de uno ocurren verdaderos combates. Y así el hombre acostumbra mostrarse (ante los demás, ante él mismo) como un ser de dos caras: actualiza el mito de Jano. Las caras incluso se multiplican cuando la persona alberga (en su sentir, en su lenguaje) un puñado de lo que Fernando Pessoa acertó en llamar heterónimos

Si un individuo se abandona a la facilidad (¡ocurre tan a menudo!), busca que su cara viva y atractiva, diurna y apolínea ahogue a la otra (con seguridad la maquilla, la fotoshopea). Aunque esta otra cara nunca deja de existir y de expresarse como parte de lo mismo que lo configura: sórdida, nocturna, furtiva, en ocasiones amoral, si cabe deforme, excesiva: su contracara dionisíaca. Se equivoca del todo quien actúa separando ambas facetas (o cediendo a la facilidad de tenaces explicaciones de lo humano en base a pares de opuestos). Porque no existe luz alguna capaz de ahuyentar la sombra. Bien lo entendió Dante Alighieri en su (a menudo mal leído) Paradiso: para que resplandezca la luz se precisa una orla de sombra. Aunque es igualmente cierto que las sombras se libran del espanto de la completa oscuridad gracias a destellos de hanabi veraniego que decoran y puntúan la fiesta de la noche, dibujando en el vacío mapas de trazo humano.


La huella humana se advierte siempre como oscilación, vacilación. Es nuestro destino, nuestra potencial libertad.

Alberto Silva

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