FIGURAS DEL GIRO. (2) EL ROMANO LUCRECIO




La reflexión sobre el giro demanda una clarificación urgente: el Zen codifica y autoriza el giro de la persona, no como una rareza oriental más sino, sencillamente, porque el Zen permite pre-figurar lo humano de acuerdo a figuras (trópos) que riman con las circunstancias normales de cualquier persona. Y la realidad palmaria de un humano zambullido en el universo es que todo cambia. No porque lo sostenga una sabiduría ajena (por más que nos atraiga la “oriental”), sino porque así lo codificó nuestro propio pensamiento, aunque desconozcamos los asideros y claves de la tradición occidental: panta rei: todo se modifica continuamente. El cambio es inevitable. Es necesario. Es bueno.

Tomemos el caso del romano Lucrecio, autor de De natura rerum en el siglo I, precursor del pensamiento del dinamismo extremo y, a la vez, contemporáneo nuestro gracias al interés por su obra de una pléyade de pensadores decisivos, desde Tomás Moro, Michel de Montaigne y Giordano Bruno hasta Blumenberg, Freud, Einstein o Deleuze. Una buena edición crítica castellana del De natura rerum es la de Francisco Socas titulada, acaso con excesivo laconismo, La naturaleza, Editorial Gredos, Madrid, 2003).

Antes de ponerse en marcha la apisonadora cristiano-platónica (invasivo pensamiento único que exilió de las bibliotecas el texto de Lucrecio durante al menos 14 siglos), pensar lo humano orientaba simplemente hacia lo material. Si la antigüedad greco-romana echó alguna raíz en nuestra conciencia (a pesar de la represión doctrinal) es por conseguir mantenerse profana, mundanal, experiencial y práctica. A Lucrecio bien podrían aplicarse estas palabras de Gustave Flaubert: “Hubo un momento único en la historia… en el que solo estuvo el hombre”.

Yendo hacia el tema que ahora interesa, digamos que, según Lucrecio:
-       - El universo está compuesto por (infinitos) átomos que se mueven al azar por el espacio (se enganchan, se separan).
-       - Dicho universo se encuentra en proceso de incesante creación y destrucción (no hay escapatoria metafísica posible ante el imparable devenir).
-       - No existe plan magistral, arquitecto divino o designio inteligente (la evolución es fortuita, aunque a la vez ligada a la selección natural).

Para Lucrecio (y para la ciencia moderna, y el arte, y las ciencias del hombre…) todo surge como efecto de un cambio de rumbo constante. Las partículas constitutivas de la realidad, lejos de moverse en fila india, “en un momento indeterminado y en indeterminado lugar, se desvían un poco, lo suficiente para poder decir que su movimiento ha variado”. A ese cambio de rumbo le llama declinatio, inclinatio o clinamen: giro. El continuo tornear, constitutivo de los fenómenos físicos, se replica en la tumultuosidad torrencial de la mente y el corazón humanos. No es que el hombre esté baldado por un desequilibrio constitutivo. ¡Al contrario!: lo propio del hombre es la continua modificación de trayectorias, fuente de posibilidad de una auténtica libertad de albedrío. 

Acostumbrados como estamos a pensarnos (¡a vivirnos!) como partes de un sistema (o piezas de un mecano), las consideraciones de Lucrecio pueden parecernos excéntricas, cuando no escandalosas. Tan grande son nuestra ignorancia y falta de observación sobre el fundamento que nos constituye.

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