FIGURAS DEL GIRO. (3) EL ENSO, COMO EJERCICIO



El enso (círculo) o ichi enso (círculo primigenio) está ampliamente difundido en la cultura japonesa. No es un kanji (ideograma simbólico) sino un signo que funciona, de modo inseparable, como propedéutica estética y como símbolo del ámbito de lo humano. Veamos ambos aspectos por separado.

No hay artista plástico nipón de calibre que no considere el trazado de un enso como práctica (a menudo diaria) de predisposición corporal (gestual, postural, manual, visual) y mental (emocional). Cada enso constituye una simple pincelada, un trazo escueto que ejecuta sin dilación, una acometida rítmica que no admite corrección. Plasmar cada círculo exige del artista una preparación minuciosa: ¿qué tamaño de pincel, qué densidad de tinta, qué superficie de apoyo, qué hora del día? Para cada artista, la preparación al dibujo de un enso coincide con los pasos y gestos que definen el modo de entablarse ante el arte y, más allá, ante su existencia de ese día. En el quehacer artístico, técnica y vida forman parte del mismo movimiento, que el gesto de un enso intenta capturar. Eso lo sabe el artista. En todo caso, lo va descubriendo como requisito, lo va aprendiendo como sutil expresión de su práctica.

Trazar un enso entraña cada vez una experiencia. Cada trazo plantea un desafío: es un modo de medirse ante las circunstancias de ese momento; activa una amable ascesis de acomodación de la persona al torrente de lo que vive, en ella y alrededor. Dicen que el estado físico y anímico del artista puede leerse con claridad en el modo de ejecución de dicho círculo, en sus cotas variables de equilibrio y desequilibrio. La técnica de plasmación de un enso siempre procura ser la misma, o parecida, según el estilo del artista. Pero la vida se empeña en dejar cada vez impresa su huella, a través de hechos exteriores (por ejemplo: la materialidad de los instrumentos) o interiores (básicamente la forma emotiva de reaccionar a cada situación, según estados de ánimo, condiciones climáticas, espaciales, etc.).

La técnica del enso constituye la máxima explicitación de la presencia de lo humano como cuerpo-mente. Y, a la vez, la más escueta manifestación de ese momento irrepetible del vacío tomando una forma, cada vez de modo cambiante.

Se va dando a conocer un joven y ya grande plástico argentino llamado Emilio Fatuzzo. Desde hace años, cada jueves entrelaza su práctica pictórica con la composición de un haiku, terceto japonés de 17 sílabas. Pero es otra particularidad suya la que quiero sacar a colación: durante un año entero fue componiendo, día tras día, un diminuto enso en un enorme bastidor. Una marca cotidiana de su manera de ver y sentir como artista y persona. En su taller de Flores, a lo largo de 365 días se fue gestando un cuadro de considerable dimensión y de trabajado equilibrio. Un ejercicio de paciencia, entereza y esperanza. Hoy día ese cuadro preside la entrada de su taller de Barracas. No resulta fácil circular por ese amplio espacio sin cruzarse con esa tela, testigo mudo (y elocuente) de la posición de un pintor ante el arte y el mundo.


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