DESEAR EL ZEN 30
Lo realmente importante en nuestra vida lo premeditamos bastante poco. Eso provoca que el término conciencia el día menos pensado deje de tranquilizarnos y se vuelva sospechoso. En efecto: no designa una instancia individual de decisiones soberanas fiables. Ni tiene envergadura suficiente como para erigirse en torre de control duradera del aeropuerto vital. Ni señala un camino balizado (ya le han dicho que camino, de haberlo, solo se hace al andar). Ni resume un programa racional ex machina (lo rechaza por voluntarista).
Entonces, ¿en qué quedamos? Como asegura la sutra Avatamsaka, es del todo cierto que somos nuestra conciencia. Al mismo tiempo, lo que imaginamos (de modo algo irresponsable) ser atributo máximo de lo humano se comporta como invitado de piedra: llegado a la hora undécima, el plano consciente se limita a inventariar lo ya ocurrido. En buena medida, la corteza superficial de la conciencia (limitada, notarial, refleja, lastrada por condicionamientos que ni siquiera advierte) emite dictámenes a posteriori, editados con el paso del tiempo (cuando no a destiempo). Parafraseando a Góngora, fiar la vida a un leño como el de la conciencia abre una perspectiva a primera vista horripilante.
El Zen busca descerrajar el miedo a descubrirse sujeto de/a una conciencia de nubosa consistencia, hecha de revires y reflejos, líquida al tacto, inmanejable como el vendaval. Por eso, para el Zen, vivir y nadar son una misma cosa. Vivir a tiempo, nadando en el mar revuelto de los datos perceptivos, cognoscitivos y emotivos.
Sumergidos en el río de la existencia, somos formas que consiguen descansar flotando en un vacío turbio, con solo la nariz y la boca por encima del agua. Como camalotes.
Alberto SIlva