LA POLÍTICA ES FUEGO: ENCIENDE EL CORAZÓN Y A LA VEZ QUEMA
Por lo general aman el mundo en que viven. Se entusiasman con él y aceptan que dicho mundo los reformatee como individuos: viven con intensidad lo colectivo, se sienten parte de un todo mayor en el que desearían fundirse. Pero a veces se adormecen en la ebriedad de una idiosincracia compartida (¡tan dulce es sumirse en el regazo acogedor de lo nuestro!), al punto de fundar su actuación en rápidas explicaciones o en teorías que otros ya habían forjado y que como activistas o votantes adoptaron, conservando luego la opción inicial como gesto de fidelidad a raíces o principios. Es un esquema que se ve bastante en materia de afiliación partidaria o ideológica: lleva a desarrollar una relación que puede rozar la adhesión clientelar y que crece al calor de las lealtades primarias, si es que no se transforma en palmaria credulidad religiosa, reduciendo la política a ideología en 140 caracteres. En casos así, el individuo se zambulle en lo colectivo (¡fabuloso!) pero acaba perdiendo su identidad de individuo soberano (esto ya es más complicado).
Como Jano, la cuestión tiene esta segunda cara: cuando se decepcionan (¡y a muchos les acaba pasando!), esas mismas personas advierten que les disgusta el roce y el manoseo, inevitables en toda gestión de lo colectivo. Les cuesta que el hombre sea un animal político, en parte porque la defensa de lo público la ven diluirse en una profesionalización que, para colmo, incluye dosis considerables de endogamia y corrupción, prestándose con frecuencia a imposiciones y a engaños. Se ven maltratados por un acontecer político sucio, oscuro, áspero, enrevesado, sobre todo en periodos en que la historia se acelera. Cuando así sienten, no aceptan diluirse en lo que en ese momento pasan a considerar colectivismo despreciable (algunos, sin saber de qué hablan, le ponen motes de gatillo fácil que acaban en ismo: catalanismo, peronismo, populismo). Optan por abandonar el ruedo y se refugian en opciones individuales, o en etiquetas micro-grupales: restituyen la mímica de una communitas social-privada, pero extirpándole los aspectos rugosos, desagradables. Ponen la atención en el cultivo de lo individual (¿quién podría reprocharlo?), aunque al precio de alejarse de lo público y volverse prescindentes (a poco que tengan medios materiales desarrollan corralitos mentales).
No es infrecuente que una persona vaya por la vida con ese andar oscilante. Según periodos, o incluso durante un mismo periodo histórico (Nichiren y Dôgen, Kerensky y Lenin). ¿Qué decir desde el Zen? Que es mala política optar entre lo individual y lo colectivo. Lo humano crece en la persona siempre y cuando ambas dimensiones se engarcen: ¡parece que lo humano es tozudamente así! Ahora bien: ¿es capaz el Zen practicado (lo que se llama zazen, meditación sentada) de contribuir en algo a resolver el dilema planteado? Tal vez. Podría ser el intento de este blog y, en general, la espuela para un estilo de práctica: afirmarse en lo individual sin ser ingenuos ante lo colectivo.