DESEAR EL ZEN 35
En cada uno convive lo que puja por expandirse y levantarse hasta tomar vuelo; y lo que (por hartazgo o rutina, por fracaso o por miedo) quiere desplomarse hasta (sub)yacer. Lo naciente, en alza, se enlaza con lo mortecino, ansioso de sedimentar.
En siete años, un cuerpo renueva la totalidad de sus células, según sostiene la biología. Al cabo de cierto tiempo también son alternantes nuestra sensibilidad y las emociones que vivimos (los afectos que padecemos). Incluso al lenguaje que usamos se le da por variar de modos drásticos, apenas se ablandan los controles grupales. Nuestra persona-cuerpo pugna por plantarse en el suelo, siendo que la misma persona-mente no para de lanzarse hacia el vuelo.
A la luz de esa alternancia (constitutiva de lo humano), ¿hasta qué punto tiene sentido hablar de algo propio? O, por lo menos, eso que sentimos nuestro ¿será acaso tan nuestro como sostenemos? Ser adulto conduce a poner en duda tales insistencias polares (indicio del temor a dejarnos llevar hacia territorios no balizados).
Dudas de ese tipo son sanas, amén de inevitables. Inevitables porque vivir una vida real es eso, es así: oscilar entre lo material terráqueo y lo sutil aéreo. Sanas porque la oscilación misma nos acerca al Zen, cuyos procedimientos se apoyan por completo en una metódica vacilación.
La vana ilusión repta siempre al acecho. El Zen iza la sospecha al rango de argumento de conocimiento. Por eso acaba enseñando a flotar con placidez en el espacio no acotado de la práctica meditativa, ese en el que "algo/alguien (dare) nos sostiene y cuida de nosotros": nuestro propio dinamismo vital.
Alberto Silva