DESEAR EL ZEN 87 bis
VIVIR ABRIGADOS POR EL MANTO DEL DESEO
Es sabido que en el despacho de Jacques Lacan, al que sólo accedían pacientes selectos o gente con prosapia, detrás de su mesa de
trabajo se explayaba (el término
conviene del todo a lo que están mirando) una famosa pintura de Gustave Courbet, “El
origen del mundo”. Este cuadro memorable de arte erótico había desaparecido de la circulación parisina, sin que (casi) nadie conociera su paradero. Muchos, entre ellos el
diplomático turco que en su momento encargó la obra, querían encontrar su huella, para eventualmente poseerla como un deleite privado.
Pero tamaño privilegio se lo reservó el sabio analista
francés quien, por un lado, la envolvió en el manto de su intimidad más protegida y, por otro, la transformó en un auténtico test de
emociones para los pocos que accedían a su enclave de trabajo. La pintura retrata
el vientre de una mujer desnuda: muestra una zona que va de muslos a pechos; la figura yace acostada en una cama cuyas sábanas han sido partícipes de intensa actividad.
Las piernas se muestran ostentosamente separadas. El sexo revela una dilatación que
da cuenta de alguna visita reciente.
Hablando en términos del Zen, esa pintura bien puede constituir la “forma” misma del deseo, ese “vacío” sin objeto ni límite que caracteriza
nuestro modo de ser y de estar en el mundo. Un deseo tan propio y a la vez tan
ocluido, tan segado y ofuscado. Ante la manifestación explícita de algo que
creíamos tapado, el gesto espontáneo de muchos es apartar la vista, cohibirse
ante una mostración de lo evidente considerada "grosera".
¿Por qué traigo a colación “El origen del mundo”?
Para entender la eventual inhibición ante lo que se muestra “demasiado”. Ayer, por ejemplo, se subió un
post ilustrado con una hermosa y elocuente toma del fotógrafo Masao Yamamoto.
FB y Blog reciben cada día el halago de cientos de visitas, con unos cuantos
signos de aprobación. En cambio, el post de anteayer mereció apenas la mitad: ¿el pubis de la modelo tal vez resulta demasiado arrogante?; o será que está demasiado
expuesto para merecer una sincera mirada de frente, explícita, encarando lo
que, a pesar de turbarnos, no deja de atraernos.
Puede que mi lectura yerre, en cuyo caso pido
disculpas. Puede que acierte, en cuyo caso muchos lectores podrían preguntarse
si, al apartar los ojos del oscuro objeto de deseo, no están queriendo tapar el
sol con un sombrero.
Alberto Silva
Alberto Silva