DESEAR EL ZEN 96


Cuando aprendemos a observarnos, ¿con qué nos encontramos?: buena parte de lo que contenemos es caos y oscuridad, humores vaporosos, desorden, dispersión. 

Una constatación del tipo que describo ocurre en cada comienzo de un proceso vital, por ejemplo al aprestarse a meditar: lo vivo bulle dentro nuestro como gérmenes húmedos, tibios, henchidos de potencialidad; pero con modales a menudo muy poco presentables o justificables. 

Más que poner orden, el Zen practicado permite entrelazar lo que encontramos en ese momento (a menudo viscoso, oscuro, pestilente o demasiado aromático) con otra cosa, que también estaba en nosotros (aunque no la advirtiéramos): chorros de luz fresca, diáfana y seca que, a base de ejercicio, consiguen manifestarse, reforzando a la persona que practica. 

Las sombras nunca desaparecen. Es más: de producirse un predominio exagerado de la luz (pasando de explosión circunstancial a foco encendido permanentemente), cabría entender que la carencia de esa luz (durante la noche, temporal o anímica) es una presencia aceptada como algo negativo. Pero ¡eso nunca! El Zen va en sentido precisamente contrario: enseña a no querer elegir entre el engañoso imperio de la electricidad o un blackout tenebroso. 

Alberto Silva

ENTRADAS RECIENTES

DETRÁS DE MUCHOS MUROS ESTOY YO