LA VIDA COMO AFORTUNADA SOBREVIVENCIA


Gran parte de la "felicidad" o del "sentido" que podemos recoger al cabo de los años depende de cómo nos imaginamos (y de cómo vertemos en palabras) el meollo de la existencia. La mayoría de la gente que conozco (me incluyo en la lista) desde niños fue entrenada, adiestrada, condicionada, a "vivir para un motivo" trascendente o a "perseguir objetivos" superiores. La aplicación de la premisa teleológica dura (consistente en afirmar -en creer, arriesgaría yo- que solo un fin "mayor que nosotros", trascendente, otorga sentido a la existencia, la cual queda así esmirriada, por así decir tercerizada), esa premisa conduce a detalladas y cuidadosas organizaciones vitales, tan previas al descubrimiento de si mism@ que terminan eliminando la agudeza y urgencia de cualquier indagación personal. Lo que podemos ser o llegar a ser ya estaría, según este punto de vista, pre-determinado o, al menos, rigurosamente canalizado por obra y gracia de lo que unos denominan paradigma, otros estructura y aquellos magma de lo no consciente. Prefiero considerar que, desde el inicio, pesa sobre cada uno algún tipo de mandato.

Se trata para ell@s de hacer "lo que toca" en la vida, sin demasiadas preguntas accesorias sobre qué ocurre en realidad o porqué, interrogantes que suelen referirse a un sentido de la vida o un conocimiento de la esfera íntima que les acaba quedando muy lejos. En un zeitgeist debilucho y apocado como el que padecemos, la lucidez pasa a ser un asunto opcional, tema para gente extrínseca (extravagante) respecto a la generalidad estadística.

Quienes consideran que para formar parte de la sociedad obligatoriamente hay que adoptar (aceptar) una mentalidad como la que describo, acaso es porque ya tienen tendencia a concebir fines previsibles y mezquinos que intentan conseguir con medios rácanos y miopes. Gente de esa laya obra en la presuposición de que "vivir" es (y redacto una breve y típica lista de clase media) estudiar, aprender lenguas, conseguir un trabajo, una familia, un coche, una casa en la costa, un nombre respetado; y, cuando la fortuna sonríe, una segunda casa (esta vez en las sierras), un segundo coche (esta vez todo terreno), una nueva mujer (la mitad de joven), más trajes, antojos, viajes o bienes personales, nuevos títulos o apelativos.

El bonbu (persona corriente, -¡todos lo somos, en un momento u otro!-) rubrica ese modo de ser en todas y cada una de las actividades con que la sociedad lo va pautando. Bonbu es el sujeto (en buenas cuentas: el que está sujeto).

Salvo que decidamos conscientemente lo contrario, de suyo todos vivimos y morimos en calidad de bonbu. Esto explica que de un país a otro, de un medio social a la siguiente, casi desde cada persona a su vecino, resulten notablemente parecidas las convenciones adoptadas en materia de familia, escuela, sociabilidad, sexo, política o trabajo. "El camino" de vida que la sociedad nos induce (casi nos empuja) a seguir no es más que reiteración de lo que ya habían indicado "otros" (padres, amigos, maestros, profesores o cualquier tipo de gente a la que concedemos algún tipo de autoridad o crédito). El llamado camino de la vida acaba siendo un recorrido prefijado y banal que, a poco que se lo considere, tiene de todo salvo interés.

No todo es oscuridad. A los más honestos les ocurre, promediando la vida adulta, advertir que se acabó la magia de la vida, la excitación de las madrugadas, la turbulencia del amor, la zozobra de aventurarse por senderos desconocidos. En ese momento cunde un gran desánimo. Conozco gente de mi edad o más jóvenes que están (lo digo con respeto y dolor) un poco muertos en vida, de puro aceptar un acontecer mustio, cicatero, ramplón y previsible. Dicha actitud práctica resulta tan fácilmente detectable que, más allá de lo que "prediquemos" a los jóvenes, ella pasa a ser el verdadero "legado" que muchos adultos (nunca a propósito) acaban transmitiendo a las nuevas generaciones.

En la época de estudiante en París financiaba mis apretados veranos acompañando grupos de chicos de secundaria a Inglaterra para estudiar la lengua. Recuerdo este jirón de conversación con un adolescente, tal vez de los más inteligentes de su grupo. Le pregunté qué sacaba en limpio de su experiencia familiar. La respuesta todavía me chirría en los oídos: "de mis padres aprendí que la vida es una inmensa sala vacía; hay que irla amoblando de a poco, para no morir de aburrimiento".

El Zen mira con distancia crítica este modo de vida, que lamenta. El Zen es un experimento sobre la necesidad como punto de partida de una vitalidad que encara su destino, sobre las carencias que conviene solventar a base de entrega y aprendizaje, sobre la mutabilidad positiva, ya que lo autoriza todo (porque todo lo va modificando de un instante al siguiente). En suma, el Zen es un experimento que trata sobre la sobrevivencia, entendida como paradójico tesoro que heredamos al nacer.

Alberto Silva



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