UYUNI EN CLAROSCURO


A los profetas de la iluminación unilateral les resulta difícil entender el umbroso resplandor de Uyuni, en el gigantesco salar boliviano. Tal vez piensan que esto de la luz es un asunto simple, un mecanismo automático destinado a recortar oscuridades e imponerse a las sombras. Como si un principio vital pudiera anular a otro. Como si la vida consistiera en contiendas entre lo más reverberante y lo más cenizo. Como si la existencia consistiera en bandear de un extremo a otro.

Los profetas del antes y el después en materia de Zen consideran que samsara es algo inicialmente "malo" y que en cualquier circunstancia nirvana acabará resultando "preferible". Entonces, ¿qué cosa más lógica (razonan ellos) que arrebujarse en la luz del día, huyéndole a las honduras de la noche?

Los profetas del iluminismo subitista (realismo mágico del despertar de golpe) profesan (y practican) una forma de dualismo engañoso que consiste en predicar la unidad (lo cual está muy bien) pero de forma improcedente, ya que ajena de las condiciones reales de la existencia común. En efecto: lo que cada cual puede verificar es la cohabitación (para empezar: en uno mismo) de principios que, si los consideráramos con mirada incauta, de opuestos que parecían de entrada acabaríamos viviéndolos y definiéndolos como irreconciliables. Porque, si luz y sombra son enemigos natos, ¿dónde estaría la unidad según estos dualistas de la confusión? La sitúan en un limbo argumental al que invitan a entrar a adherentes obedientes o desprevenidos. Dócil e ingenuo, en efecto, hay que ser para aceptar que la unidad se consiga al precio de amputar una de las dos partes de la ecuación vital, aquella que es definida como menor, o inicial, o más débil, o prescindible (vale decir: en todos los casos, según estos cirujanos del espíritu, la que apunta al mundo sensible; las formas-colores de Dôgen: shiki).

El Zen -y su práctica en forma de zazen- apuntan en otra dirección: no dibujan una nueva versión de dualismo; se dedican a suspenderlo en la cadencia respiratoria, lo van postergando sine die. La veracidad de la existencia consiste en descubrir que nuestro lago vital toma forma en lo abierto y provisional, en lo heterogéneo y discontinuo, en lo terso y a la vez rugoso, en lo transparente de lo opaco, en lo elegido aunque a menudo forzoso, en agrado y por supuesto en desagrado. El telar del Zen urde vidas con hilos diversos, dispersos, aliando texturas heterogéneas, hasta rozar en ocasiones lo disparatado. Pero siempre con hilos propios o, de a poco, con  retales o jirones apropiados.

El salar de Uyuni ilustra adecuadamente la peripecia humana, al menos si la consideramos desde el Zen: extensiones crecientes, planicies de hielo con algún tamarugo, la pampa desolada, el blanco azulado, casi transparente, que entrelaza gamas de colores sutiles: grises, lilas, ocres, hendijas irisadas.

Realzada por ese vacío casi interminable aparece, decisiva, la figura humana. Brinda orientación y pensamiento (por ambas vías: sentido) a lo que siempre está maduro y a punto para volverse humano (pero solo lo consigue realmente cuando es mirado).

Al salar de Uyuni conviene entrarle por el sur, lejos de aeropuertos o recorridos comerciales. Más vale treparlo desde Tarija, o llegar descendiendo por abruptos socavones desde Potosí. El esplendor de Uyuni se aprecia mejor en su contexto natural, no desde una autopista o arreados en el rebaño turístico. El entorno combina masas sólidas y acuáticas, agua salada y vetas que conectan con el barro, purezas no potables, basura animal, huellas humanas.

Uyuni se parece al zazen: en el fondo no hay nada que mirar. Despliega ante nuestra atenta mirada una pátina claroscura con la que, poco a poco, aprendemos a ecobijarnos. Igual que al poeta Bashô, el Zen nos envuelve en estola de gasa (furabo), haciéndonos capaces de desafiar al viento. Con tan escaso abrigo uno consigue, pese a todo, divisar.

Alberto Silva

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