EN LA MASVIDA


Hoy es domingo en la indecisa primavera de Barcelona (soleada, fresca). Hay ánimo de pausar más todavía un día que se anuncia distendido, sin otra ocupación que ver vivir (y notarse vivir). Según la acostumbrada paradoja que define a cualquier existencia (si uno la hace consciente), camino desde mi casa hasta el muy cercano cementerio de Sant Andreu. En seguida advierto que un cementerio enlaza muerte y vida, sin remedio. Tanto entrevero tal vez habría que entenderlo en la perspectiva girondiana de la masvida.

Lo muerto consiste en la pervivencia misma de campos santos, añeja costumbre de inhumar, inercia que remite a un mundo en el que se daban condiciones que hoy ya no existen:
- Creencia en la resurrección final de los cuerpos (la teología cristiana solía dejar la materialidad del cuerpo al albur de una parusía prometida, mientras hacía regir llanto y crujir de dientes);
- Un arraigo transgeneracional en el mismo humus. En el mundo previo a las emigraciones masivas, enterrar a alguien (como si fuera un árbol) implicaba asegurarle continuación de semilla a fallecidos que seguían rodeados por sus deudos, tal vez labriegos de las mismas parcelas.
Mirando las circunstancias actuales, un cementerio resulta un anacronismo, costumbre rancia que espera a ser superada (más tarde o más temprano) por el gesto realista e inapelable de la cremación.

Lo vivo son historias que palpitan en los túmulos y en sus letreros. El barrio de Sant Andreu albergó poblaciones variadas, de tres tipos principales. Obreros catalanes que desarrollaron sindicatos y comunas en lo que fue conocido como Barcelona de bandera roja. Oleadas de gallegos y andaluces emigrados a las factorías de la burguesía industrial. Pequeñas minorías de pueblos en busca de un rincón tranquilo donde refugiarse, trabajar y al final descansar. Dos minorías singulares dejaron huellas en el cementerio popular de Barcelona. Por un lado los gitanos (para los que el clima social y cultural de la ciudad fue desde hace más de un siglo un oasis): familias enteras trepadas al carro con mula, llegadas para trabajar como peones, criadores de animales, cantantes, artistas, traficantes. Bregados en luchas que, según recuerda la lápida, obligaban a pertenecer a bandas pendencieras, al borde (tal vez exterior) de la ley.


Por otro lado, un goteo de judíos procedentes de sitios distintos como Polonia, Rumania, Bulgaria, Alemania, Asia Menor o los países magrebíes del norte de África. Mirando las fechas de nacimiento y emigración se adivinan persecuciones y peligros mortales (no sería complicado verificarlo). Los apellidos varían según las lenguas de origen; no se ve voluntad de castellanizar muchos nombres. Emerge un tipo de judío distinto al de las migraciones latinoamericanas de los 70-80; y distintas obviamente al sustrato judío tradicional de los chuetas baleares o catalanes. En el cementerio queda registro de pequeñas familias llegadas en silencio, casi en secreto, agrupadas de a poco en el barrio donde vivía el resto de pobres de la ciudad. Como ocurre con las migraciones, los afortunados acabaron enriqueciendo la lista de apellidos ilustres: Levy, Cohen, Benarroch, Zara.

De modo sorprendente, la distribución de lápidas en este cementerio de Sant Andreu separa a dos pueblos a menudo aunados por la persecución (desde Isabel de Castilla a la Alemania nazi): junto a la entrada yacen los gitanos enriquecidos, ostentando su kitch en túmulos adornados con flores de eterno plástico; al llegar al fondo, visibles solo para los más curiosos, los judíos extienden sus tumbas desoladas, austeras, sin estatuas ni flores.

Alberto SIlva

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