EN TOKIO, EN PLENO OTOÑO, EN PLENO ARTE

Estos días inaugura exposición Emilio Fatuzzo, inmediatamente después de la que mostró en el Centro Cultural Borges de Buenos Aires. Me pidió que escribiera el texto del programa. Aquí está...
VACÍO Y FORMA EN EL ARTE DE EMILIO FATUZZO
¿Cómo compone sus obras Emilio? Cada vez se detiene a escrutar lo que tiene delante: un inmenso mantel blanco, "sin mancha ni ruga", desnudez que se apoya en bastidor enclenque. Desde un rincón miro al hombre que acecha la tela (como a una presa), ojos alerta, músculos tensos de tigre dispuesto a saltar. Hasta que su mano se activa y el pincel ensucia el lienzo con rayitas oscuras, garabatos de niño que juega en la arena. De a poco agrega lo que manda la tela (artista y materia no ocultan su transa): círculos inconclusos, alas que vuelan allá lejos, brochazos (a)parecen dispersos. Va sumando borrones de colores lavados, o fauves, curvas atrevidas, planos imposibles, pasitos de pulpos de mirada sedosa.
El tigre va a su aire. Entre una embestida y la siguiente pasan segundos, ratos, horas, periodos de alejamiento (artista y materia viven un connubio de intimidades y distancia). Los lapsos introducen un ingrediente clave de su arte: silencio. Silencio del hombre cuya ascesis plástica consiste, según veo, en mirar con respeto y persistir mirando lo que hay. Silencio de la tela que tarda en plantear exigencias y aclarar sus muy serios motivos, que Emilio al final acata (es un pintor de raza).
El arte que brota de Emilio es un juego de vacío y formas. El artista gotea su tiempo, drena mente y entrañas, se hace hueco que desea explotar y expandirse. En sus manos la tela reclama una composición ejemplar en su belleza, significativa por el equilibrio que subyace a lo que el autor, ajeno a todo protagonismo, prefiere presentar como arte informal. La entrega del pintor a su tela remite al diálogo milenario, oriental, entre vacío y forma: la inmensidad de lo vivo debe concretarse, sin retorno, en un cuadro que cada vez desearía ser conclusivo, eterno (tan improbable fantasía es parte de su juego creativo).
Cada uno de sus cuadros delata el combate entre Jacob y el ángel. La conexión entre Emilio y su mundo (lienzos de largo título, multitud de pinceles, lecturas, afectos y quimeras, dos talleres) se nutre de una mezcla de tenacidad (verlo pintar es presenciar la minuciosa labor de un obrero en el tajo) y desenvoltura (la modestia libera de acartonamiento toda expectativa de nomenclatura pomposa).
Así, el artista pasa el tiempo (derrocha su vida) creando. Y así pueden hoy congeniar estos cuadros: al reencontrarse y conversar a solas, rememoran la belleza del mundo que los pinceles de Emilio permitieron relatar. En el Zen siempre preguntan: ¿cómo llenar el tiempo fuera del lapso de meditación? Sobran maneras de ocupar un día: los antiguos sugieren labrar, comer sencillo, beber agua, hacer pis, tejer cestas, dar paseos, hacer pis de nuevo. El arte de Emilio, aquí expuesto, se llena del flujo de una vida material, la suya, que entrelaza oficio, lecturas, encuentros y el pulso de la ciudad, huellas del torrente azaroso de su existencia.

Alberto Silva

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