RESPLANDOR DE LA BRUMA


Siempre recuerdo un film del director Marcel Carné, "Quai des brumes", diría que de 1938 o 1939. En todo caso, de mi infancia.

Dejo a la memoria libre de equivocarse a gusto con los detalles de esta peli. Se me asoma la imagen de Jean Gabin, joven polizón que llega a Le Havre ¿huyendo? desde América Latina. Hasta entrar en mi vida el Zen, la niebla tupida tuvo ese mismo toque angustioso y tétrico: la película me mantuvo en vilo (me sigue sacudiendo cuando la rememoro). No era para menos: el delincuente llega para matar o morir; lo hace y vuelve a América Latina (supongo que en otra sentina húmeda y llena de ratas). Por así decir, dejó a su país sumido en una espesa bruma moral que habría de durar hasta 1945.

Desde entonces, y en consonancia con lo que sugiere una cultura como la nuestra, la neblina la sentía como una versión sutil de los velos de maya: confusión por falta de visión nítida. Y muchas veces me consideré partícipe de la presuposición (considerada evidente) de que "claridad" equivale a "ausencia de oscuridad". Con los años muchos van cediendo a lo que parece evidente (o al menos inevitable): "lo-que-es, uno no lo ve; mientras uno ve lo que no es"... (juraría que eso afirma una escritura budista que tal vez nuevamente estoy fusilando).

El Zen no ve el asunto con los mismos ojos. Lo-que-es a menudo lo divisamos plenamente. Sólo que de un vistazo, como en el verso de John Keats: "I gazed awhile" (divisé un instante, contemplé). En un inolvidable poema con flores, coches y neblinas, otro inmenso poeta, Robert Frost, deja caer algo que se clava en el alma: El cielo se revela un breve instante // sólo ante los incapaces // de mirarlo de cerca ("Heaven gives its glimpses only to those // Not in a position to look too close").

Una "revelación" así constituye la tarea misma del zazen: mirar las cosas como son, aunque sea en el fulgor de un momento (lapso que puede resultar inolvidable por su pegajosa perduración en nosotros). Niebla, neblina, bruma: formas cotizadas en un "camino de conocimiento" que no exige luz. Ni siquiera la pide. Le basta con la que encuentra y en ella se requiebra.

Esta fotografía describe una escena usual del Zen. En el poblado de Orón (junto al río Ebro, a la altura de Miranda), hay una cascada peculiar: el agua se desploma en una hoya profunda. En otoño, cuando el agua del cuenco aún está templada, el agua que cae (ya helada) provoca abundantes vapores, que el cámara se prepara para captar en su belleza de curvas, fogonazos y nubes que se deslíen en instantes.

En la foto son las siete y cuarenta cinco de la mañana. Llegan los primeros rayos a cortar el frío de la helada. El personaje que la cámara se dispone a filmar espera el momento de empezar el zazen...

Alberto Silva





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