NAVIDAD, NACER Y RENACER
No creo haber escrito antes sobre la navidad. Año tras año enmascaro esta efemérides en un genérico, algo deslavazado pero básicamente tolerante saludo: “felices fiestas”. All the best for you… Ahora bien, tú verás cómo, por tu cuenta.
Porque, como
sabemos, varían muchísimo los calendarios de las grandes denominaciones
mundiales. Ayer, por ejemplo, pregunté a nuestra verdulera china cuándo
celebran ellos y me explicó que el año nuevo suyo este año toca el ocho de
enero. Similares respuestas hubiera recibido de haber consultado efemérides al
señor pakistaní del mercadillo 24/7. Me hubiera llevado un chasco de inquirir
sobre sus fechas a los muchachos del restaurante “Tokio” (cercano a casa): como
en tantos otros casos de Barcelona, ¡los que llevan la tienda son chinos de
reciente migración! Tal vez hubiera podido informarles que el shintoísmo nipón,
surfeando el calendario occidental gregoriano, hace tiempo decidió que en Japón
el “año nuevo” es un periodo que cubre desde el 28-29 de diciembre (día de
limpieza generalizada y profunda en los hogares y de ralentización de la
actividad laboral) hasta el 3 de enero, con epicentro el 1º de enero en los
santuarios. En cuanto al año nuevo judío, ya me lo sé por motivos familiares.
Socialmente
hablando “me dedico al Zen” que, como pocos saben, es una práctica laica y
ajena a denominaciones religiosas o ideológicas. Mi esposa es agnóstica de
origen judío. Criamos a nuestra hijas sin asomo de referencia religiosa,
únicamente formándolas en lo que suelo pensar que ha querido ser una exigente
ética de tipo “spinoziano”. Sin embargo, la Navidad es para mí bastante más que
un recuerdo de juventud. Es una forma de ponerle fecha al acontecimiento supremo
de la libertad humana, entendida como posibilidad concreta y continua de nacer
y renacer.
Se trata de una
experiencia que algunos han hecho (dentro y fuera de la creencia) pero
muchísimos no (aunque, como se dice, “profesen” una fe). Centrado en el renacer
de la persona cada vez que “se sienta” a meditar –le llamamos “zazen shikantaza”:
“simplemente sentarse” a mirarse respirar-, el Zen no puede sino simpatizar con
un relato como el cristiano que centra su calendario litúrgico en el
nacimiento. Como sabemos, otras religiones también incluyen este aspecto en
mayor o menor medida.
En lo que a mi
respecta, el problema surge de la “construcción de realidad” (dirían los
fenomenólogos) que el cristianismo institucional y teológico ha levantado
encima, sofocando o directamente aplastando a menudo la experiencia inicial: con
los siglos, ese acontecimiento se ha vuelto para muchos una ceremonia, unas
costumbres sociales, un artículo de fe normatizada y explicitada en textos cuya
recitación ha de ser perfecta para no apartarse de los dogmas oficiales de
Nicea.
Digo esto con cariño
y respeto: tengo amigos y conocidos vinculados a la fe cristiana por poco más
que la costumbre ancestral y los ritos festivos que consuman/consumen algo
distraídamente (o sobre manera atentos al valor de los regalos que se
intercambian después del banquete de nochebuena: ¿no sería mejor comer frugalmente,
como se entiende que ocurrió con los padres de Jesús en Nazareth).
Para el Zen, tal como
lo veo y vivo, lo que se celebra en Belén es “Cristo”, el ungido. Vale decir la
posibilidad de ungir nuestra vida libremente con el aceite de una libre
determinación que nos va protegiendo y reconfigurando. Sin limitarse a ser una
anécdota (sería vil y cicatero afirmar algo así), Jesús no deja de ser una “circunstancia”
(in.nen). Importante, sí, pero siempre al servicio de la persona entendida como
impulso de vida (shin).
Su propia
historia ha preparado al Zen de Dôgen para tejer con el misterio cristiano del
nacer/renacer una relación de hermandad, de simpatía, de mutuo respeto y ayuda.
Tengo que decir que el Zen se viene preparando para eso desde su propio
nacimiento en el siglo XIII: para Eihei Dôgen no hay “Buda” sino “buda”. El Zen
entiende (y vive) a Sidarta Gautama como buda, “el que está atento”. El Zen no
es más que una escuela de atención a la vida para permitir un continuo renacer.
Dicho lo cual,
deseo a todos ¡muy feliz y venturoso nacer y renacer!